SEGISMUNDO: Es verdad; pues reprimamos esta fiera condición,
esta furia, esta ambición, por si alguna vez soñamos;
y sí haremos, pues estamos en mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar; y la experiencia me enseña
que el hombre que vive, sueña lo que es, hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
de estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
La vida es sueño (Calderón de la Barca, 1635)
––¿A qué llamáis libertad? ––preguntó el preso con
acento de quien se prepara a una lucha.
––Doy el nombre de libertad a las flores, al aire, a
la luz, a las estrellas, a la dicha de ir adonde os conduzcan vuestras nerviosas
piernas de veinte años.
––Mirad ––respondió el joven dejando vagar por sus
labios una sonrisa que tanto podía ser de resignación como de desdén, ––en ese
vaso del Japón tengo dos lindísimas rosas, tomadas en capullo ayer tarde en el
jardín del gobernador; esta mañana han abierto en mi presencia su encendido
cáliz, y por cada pliegue de sus hojas han dado salida al tesoro de su aroma,
que ha embalsamado la estancia. Mirad esas dos rosas: son las flores más hermosas
¿Porqué he de desear yo otras flores cuando poseo las más incomparables?
Aramis miró con sorpresa al joven.
––Si las flores son la libertad, ––continuó con voz
triste el cautivo, ––gozo de ella, pues poseo las flores.
––Pero ¿y el aire? ––exclamó Herblay, ––¿el aire tan
necesario a la vida?
––Acercaos a la ventana, ––prosiguió el preso; ––está
abierta. Entre el cielo y la tierra, el viento agita sus torbellinos de nieve,
de fuego, de tibios vapores o de brisas suaves. El aire que entra por esa
ventana me acaricia el rostro cuando, subido yo a ese sillón, sentado en su
respaldo y con el brazo en torno del barrote que me sostiene, me figuro que
nado en el vacío.
––¿Y la luz? ––preguntó Aramis, cuya frente iba
nublándose.
––Gozo de otra mejor, ––continuó; el preso; ––gozo del
sol, amigo que viene a visitarme todos los días sin permiso del gobernador,
sin la compasión del carcelero. Entra por la ventana, traza en mi cuarto un
grande y largo paralelogramo que parte de aquélla y llega hasta el fleco de las
colgaduras de mi cama. Aquel paralelogramo se agranda desde las diez de la
mañana hasta mediodía, y mengua de una a tres, lentamente como si le pesara apartarse
de mí tanto cuanto se apresura en venir a verme. Al desaparecer su último rayo,
he gozado de su presencia cuatro horas. ¿Por ventura no me basta eso? Me han
dicho que hay desventurados que excavan canteras y obreros que trabajan en las
minas, que nunca ven el sol.
Aramis se enjugó la frente.
––Respecto de las estrellas, tan gratas a la mirada, ––continuó
el joven, ––aparte el brillo y la
magnitud, todas se parecen. Y aun en ese punto salgo favorecido; porque de no
haber encendido vos esa bujía, podíais haber visto lo hermosa estrella que veía
yo desde mi cama antes de llegar vos, y de la cual me acariciaba los ojos la
irradiación.
Aramis, envuelto en la amarga oleada de siniestra
filosofía que forma la religión del cautiverio, bajó la cabeza.
El vizconde de Bragelonne (Alejandro Dumas, 1847)
Cámara Sony alpha-230, velocidad ISO 100, apertura: f/9, exposímetro: 1/160 s., distancia focal: 70 mm.